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E-224
27/08/24
10:39:14

Un buen negocio


Nunca me gustó estudiar, pero recuerdo con cariño a mi maestra de primaria, Margarita, no porque haya aprendido gran cosa, pues casi no asistía a sus clases, sino debido a que gracias a ella conocí a Lázaro, su hermano, a finales de la década de 1950.

Él tenía un negocio a la orilla de la carretera 186 que me quedaba de paso entre la casa y la escuela. Me gustaba pasar a platicar con él, sobre todo porque tenía un acento divertido, como fuereño.

A pesar de la diferencia de edades me hice muy amigo de Lázaro, y gracias a él su hermana me daba notas suficientes para no reprobar, y me di cuenta de qué que más vale la relación que el saber… esa fue una de las habilidades que conservo hasta la fecha.

Cuando iba de camino a la primaria, que hoy ya no existe, me quedaba un rato en el negocio de Lázaro; Él me llamaba «Andy», o «amiguito» y yo le correspondía regalándole de cuando en cuando una jicotea de las que sacaba cuando faltaba a la escuela. Pasados los años me enteré de que él no se las comía, sino que las devolvía al pantano; de haberlo sabido no se las hubiera regalado.

Conforme iba pasando el tiempo yo crecía y mi amigo Lázaro me iba tomando confianza hasta que un día me preguntó si quería ser su socio. La realidad es de que lo que él hacía era muy pesado y nunca me ha gustado mucho la idea de trabajar, pero, disimulando mi preocupación le pregunté qué era lo que tenía que hacer, temiendo lo peor; para mi sorpresa, su propuesta era bastante simple: tomó dos atados de trapo que ya tenía preparados y dijo:

—Lo único que te pido es que, camino a la escuela, vayas tirando esto por la carretera uno de ida a tu casa, y otro de regreso ¿entiendes?

—Sí, ¿y yo que gano con eso?

Lázaro se rio sonoramente ante mi inocencia, y dijo:

—Pues te convertirás en mi socio, por cada carro que llegue a mi negocio te daré diez centavos, y harás esto todos los días ¿estamos?
—Estamos, respondí. Como yo de todas maneras tenía que ir y venir por la carretera la sociedad con Lázaro me venía como anillo al dedo, y Él, a partir de ese momento dejó de llamarme «amiguito», ahora éramos socios.

Desde entonces todos los días iba con devoción regando por la 186 los diversos clavos, tachuelas y alambres que Lázaro me entregaba, siempre en dos atados de trapo.

Por esas fechas, al abrir uno de los liachos de tachuelas me encontré con un alambre retorcido como en espiral y de un metal con los colores del arcoíris que me gustó mucho y quise quedarme con él, pero pensé que sería como traicionar a mi socio Lázaro, así que, con todo el dolor de mi corazón lo arrojé a la carretera… pero no me olvidé de él.

Pasó como un año y Lázaro se enriqueció, la gente del pueblo empezó a llamarlo «Don Lázaro» gracias a que había logrado una pequeña fortuna y yo ganaba hasta tres o cuatro pesos cada tercer día.

Por esas fechas, cerca de año nuevo, vino mi abuelo a visitarnos desde la capital. Él tenía un Chevrolet modelo 1945 que había comprado de oportunidad y me invitó a acompañarlo a Escárcega. Salimos muy de mañana para aprovechar la fresca, pero al poco andar mi abuelo soltó una maldición y, con muina dijo:

—¡Se ponchó una llanta! —se estaba orillando sobre la cuneta cuando su rostro se alegró, ¡había ahí enfrente una vulcanizadora de servicio las 24 horas!

Cuando llegamos, Lázaro, mi socio y dueño del negocio saludó con zalamería a mi abuelo que era bien conocido por la región.
—Buenos días, Señor López —y a mi volvió a tratarme de «amiguito», lo cual me ardió como una cachetada, pero no dije nada, me la tragué.

Cuando terminó de parchar la cámara, porque en esos tiempos las llantas usaban cámara, me mostró el objeto que había causado el percance y me dijo:

—Te la regalo. —Era la espiral de colores que yo había arrojado casi un año antes, que volvía a mis manos de manera casi mágica, eso alegró momentáneamente mi día: había recuperado el preciado objeto, en realidad una baratija, y además ganaba diez centavos con esa reparación, según el acuerdo que tenía con el dueño de la vulcanizadora.

Todo el episodio duró unos veinte minutos, y cuando nos fuimos mi abuelo comentó lo «afortunados» que habíamos sido de encontrar tan oportunamente una vulcanizadora abierta en la madrugada, y que, «por suerte», solo había costado veinte pesos arreglar la llanta.

Nunca fui bueno para los números, y no me dolió la estafa que le hicimos a mi abuelo, lo que sí me caló fue que de esos veinte pesos, diecinueve con noventa centavos eran para «mi socio» y diez centavos para mí.

Lázaro murió en 1970 pero no fui a su funeral, ya no lo consideraba ni mi amigo ni mi socio, aun cuando a él le copié la manera de hacer negocios. Lo que nunca entendí es cómo, a pesar de que diecisiete años después obtuve mi título universitario en la ilustre y benemérita Universidad de Santo Domingo la gente nunca me ha dado el trato de «don» como hicieron con Lázaro, lo cual me remite al principio de este cuento.

FIN



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